Ana: Dejadlo, dejad vuestra honrosa
carga (si es que el honor puede envolverse en sudario en un ataúd), mientras yo
hago las exequias lamentando algún tiempo la prematura caída del virtuoso
Lancaster. ¡Pobre figura de un sagrado rey, tan fría como una llave! ¡Pálidas
cenizas de la Casa de Lancaster! ¡Oh, tú, resto exangüe de esa sangre real!
Séame lícito invocar a tu espíritu para que oiga los lamentos de la pobre Ana,
esposa de tu Eduardo, tu hijo asesinado, apuñalado por la misma mano que hizo
estas heridas! Mira, en estas ventanas que dejan escapar tu vida, vierto el
bálsamo inerme de mis pobres ojos. ¡Ah, maldita sea la mano que hizo estos
agujeros! ¡Maldito el corazón que tuvo corazón para hacerlo! ¡Maldita la sangre
que dejó escapar aquí esta
sangre! ¡Más triste suerte tenga ese odiado miserable que nos hace miserables con tu muerte, de la que puedo desear a víboras, arañas, sapos, o cualquier otro ser envenenado que viva! Si alguna vez tiene hijo, ¡que sea un aborto, monstruoso y salido a luz a destiempo, con aspecto feo y raro que horrorice a la esperanzada madre al verlo; y que sea heredero de su infelicidad! Si tiene esposa alguna vez, ¡que sufra más con su muerte que yo con la de mi joven señor y la tuya! Id ahora a Chertsey con vuestra sagrada carga, traída de San Pablo para enterrarla allí; pero siempre que os canséis del peso, descansad, mientras yo me lamento sobre el cadáver del rey Enrique.
(Los portadores levantan el ataúd y se ponen en marcha)
Entra Ricardo, Duque de Gloucester
Gloucester: Deteneos, los que lleváis el cadáver, y dejadlo abajo.
Ana: ¿Qué negro hechicero conjura este demonio para que interrumpa devotas acciones de caridad?
Gloucester: Villanos, ¡dejad el cadáver, o, por San Pablo, que dejaré cadáver al primero que desobedezca!
Caballero primero: Señor, echaos a un lado, y dejad pasar el ataúd.
Gloucester: ¡Perro grosero! ¡Detente cuando yo mando! Levanta la alabarda más alta que mi pecho, o, por San Pablo, te derribaré de un golpe a mis pies, y te pisotearé, mendigo, por tu audacia.
(Los portadores dejan el ataúd)
Ana: ¿Qué tembláis? ¿Tenéis miedo todos? Ay, no os censuro, pues sois mortales, y los ojos mortales no pueden soportar al Diablo. ¡Fuera, horrendo ministro del Infierno! Tú sólo tienes poder sobre su cuerpo mortal, pero no puedes tener su alma: así que, ¡fuera!
Gloucester: Dulce santa, por caridad, no seas tan maldiciente.
Ana: ¡Sucio demonio, oir Dios, vete de aquí y no nos molestes! Pues tú has hecho tu infierno de la tierra feliz, llenándola con gritos de maldición y hondos clamores. Si te complace observar tus horrendas acciones, observa este modelo de tus carnicerías. ¡Ah, caballeros, ved, ved! ¡Las heridas de Enrique muerto abren sus bocas cuajadas y vuelven a sangrar! Enrojece, enrojece, bulto de sucia deformidad; pues es tu presencia la que hace salir esa sangre de venas frías y vacías, donde no queda sangre. Tu acción, inhumana y contra la naturaleza, provoca este desbordamiento contra la naturaleza. ¡Oh, Dios, que hiciste esta sangre, venga su muerte! ¡Oh tierra, que bebes esta sangre, venga su muerto! ¡Oh cielo deje muerte con un rayo al asesino, o la tierra abra su boca y se lo trague vivo, como tú te tragas la sangre de este buen rey, que su brazo, gobernado por el infierno, ha asesinado!
Gloucester: Señora, desconocéis las reglas de la caridad, que devuelve bien por mal, bendiciones por maldiciones.
Ana: Villano, tú no conoces ley de Dios ni de hombre: no hay animal tan feroz que no conozca algún toque de piedad.
Gloucester: Pues yo no lo conozco, así que no soy animal.
Ana: ¡Qué prodigio que los demonios digan la verdad!
Gloucester: Más prodigio que los ángeles sean tan iracundos. Dignaos, divina perfección de mujer, darme permiso para que yo me disculpe con detalle de esas supuestas maldades.
Ana: Dignaos, deforme contagio de hombre, darme permiso para que yo os maldiga en vuestro maldito ser por esas conocidas maldades.
Gloucester: Tú, más bella que lo que la lengua puede decirte, déjame un rato de paciencia para excusarme.
Ana: Tú, más vil que lo que el corazón puede pensarte, no puede dar otra excusa válida sino ahorcarte.
Gloucester: Con tal desesperación, me acusaría a mí mismo.
Ana: Y, deseperando, quedarías excusado por hacer digna venganza en ti mismo, tú que diste indigna muerte violenta a otros.
Gloucester: ¿Y si yo no les hubiera matado?
Ana: Bueno, entonces no estarían muertos, pero muertos están, y por ti, esclavo diabólico.
Gloucester: Yo no maté a tu marido.
Ana: Entonces está vivo.
Gloucester: No, está muerto, y muerto por mano de Eduardo.
Ana: Mientes con toda tu sucia boca: la reina Margarita vio tu criminal cimitarra humeando de su sangre, que tú le dirigiste a ella contra su pecho, aunque tus hermanos desviaron la punta.
Gloucester: Me provocó su lengua calumniosa, que echaba la culpa en mis hombros inocentes.
Ana: Te provocó tu ánimo sanguinario, que nunca soñó otra cosa que matanzas: ¿no mataste tú a este Rey?
Gloucester: Os lo concedo.
Ana: ¿Me lo concedes, erizo? Entonces, ¡que Dios me conceda también que seas condenado por esa maldad! ¡Ah, él era amable, bondadoso y virtuoso!
Gloucester: Más apropiado para el Rey del Cielo, que le tiene.
Ana: Está en el Cielo, adonde tú nunca irás.
Gloucester: Que él me dé gracias, puesto que le ayudé a llegar allá; porque él servía más para ese sitio que para la tierra.
Ana: Y tú no sirves para otro sitio sino para el infierno.
Gloucester: Sí, para otro sitio, si me dejas nombrarlo.
Ana: Algún calabozo.
Gloucester: Tu alcoba.
Ana: ¡Mal descanso haya en el cuarto en el que te acuestes!
Gloucester: Así será, señora, hasta que te acuestes conmigo.
Ana: Así lo espero.
Gloucester: Lo sé. Pero, ilustre lady Ana, para dejar este agudo combate de nuestros ingenios, y bajar un poco, a un método más lento: el causante de las prematuras muertes de esos Plantagenet, Enrique y Eduardo, ¿no es tan culpable como el ejecutor?
Ana: Tú fuiste la causa y el más maldito ejecutor.
Gloucester: Tu belleza fue la causa de ese efecto: tu belleza, que me acosaba en mi sueño a que acometiera la muerte del mundo entero, con tal de poder vivir una hora en tu dulce seno.
Ana: Si eso pensabas, te diré, homicida, que estas uñas desgarrarán esa belleza de mis mejillas.
Gloucester: Mis ojos no podrán soportar la ruina de esa belleza; no la injuriaréis, si estoy yo presente: todo el mundo se alegra con ver el sol, como yo con ella: es mi día, mi vida.
Ana: ¡Negra noche dé sombra a tu día, y muerte a tu vida!
Gloucester: No te maldigas, hermosa criatura: tú eres ambas cosas.
Ana: Querría serlo para vengarme de ti.
Gloucester: Es una querella contra la naturaleza: vengarse contra el que te ama.
Ana: Es una querella justa y razonable, vengarse del que mató a mi marido.
Gloucester: El que te privó de tu marido, señora, lo hizo para ayudarte a tener mejor marido.
Ana: Mejor que él, no respira otro sobre la tierra.
Gloucester: Vive alguien que te quiere mejor de lo que él sabría.
Ana: Nómbrale.
sangre! ¡Más triste suerte tenga ese odiado miserable que nos hace miserables con tu muerte, de la que puedo desear a víboras, arañas, sapos, o cualquier otro ser envenenado que viva! Si alguna vez tiene hijo, ¡que sea un aborto, monstruoso y salido a luz a destiempo, con aspecto feo y raro que horrorice a la esperanzada madre al verlo; y que sea heredero de su infelicidad! Si tiene esposa alguna vez, ¡que sufra más con su muerte que yo con la de mi joven señor y la tuya! Id ahora a Chertsey con vuestra sagrada carga, traída de San Pablo para enterrarla allí; pero siempre que os canséis del peso, descansad, mientras yo me lamento sobre el cadáver del rey Enrique.
(Los portadores levantan el ataúd y se ponen en marcha)
Entra Ricardo, Duque de Gloucester
Gloucester: Deteneos, los que lleváis el cadáver, y dejadlo abajo.
Ana: ¿Qué negro hechicero conjura este demonio para que interrumpa devotas acciones de caridad?
Gloucester: Villanos, ¡dejad el cadáver, o, por San Pablo, que dejaré cadáver al primero que desobedezca!
Caballero primero: Señor, echaos a un lado, y dejad pasar el ataúd.
Gloucester: ¡Perro grosero! ¡Detente cuando yo mando! Levanta la alabarda más alta que mi pecho, o, por San Pablo, te derribaré de un golpe a mis pies, y te pisotearé, mendigo, por tu audacia.
(Los portadores dejan el ataúd)
Ana: ¿Qué tembláis? ¿Tenéis miedo todos? Ay, no os censuro, pues sois mortales, y los ojos mortales no pueden soportar al Diablo. ¡Fuera, horrendo ministro del Infierno! Tú sólo tienes poder sobre su cuerpo mortal, pero no puedes tener su alma: así que, ¡fuera!
Gloucester: Dulce santa, por caridad, no seas tan maldiciente.
Ana: ¡Sucio demonio, oir Dios, vete de aquí y no nos molestes! Pues tú has hecho tu infierno de la tierra feliz, llenándola con gritos de maldición y hondos clamores. Si te complace observar tus horrendas acciones, observa este modelo de tus carnicerías. ¡Ah, caballeros, ved, ved! ¡Las heridas de Enrique muerto abren sus bocas cuajadas y vuelven a sangrar! Enrojece, enrojece, bulto de sucia deformidad; pues es tu presencia la que hace salir esa sangre de venas frías y vacías, donde no queda sangre. Tu acción, inhumana y contra la naturaleza, provoca este desbordamiento contra la naturaleza. ¡Oh, Dios, que hiciste esta sangre, venga su muerte! ¡Oh tierra, que bebes esta sangre, venga su muerto! ¡Oh cielo deje muerte con un rayo al asesino, o la tierra abra su boca y se lo trague vivo, como tú te tragas la sangre de este buen rey, que su brazo, gobernado por el infierno, ha asesinado!
Gloucester: Señora, desconocéis las reglas de la caridad, que devuelve bien por mal, bendiciones por maldiciones.
Ana: Villano, tú no conoces ley de Dios ni de hombre: no hay animal tan feroz que no conozca algún toque de piedad.
Gloucester: Pues yo no lo conozco, así que no soy animal.
Ana: ¡Qué prodigio que los demonios digan la verdad!
Gloucester: Más prodigio que los ángeles sean tan iracundos. Dignaos, divina perfección de mujer, darme permiso para que yo me disculpe con detalle de esas supuestas maldades.
Ana: Dignaos, deforme contagio de hombre, darme permiso para que yo os maldiga en vuestro maldito ser por esas conocidas maldades.
Gloucester: Tú, más bella que lo que la lengua puede decirte, déjame un rato de paciencia para excusarme.
Ana: Tú, más vil que lo que el corazón puede pensarte, no puede dar otra excusa válida sino ahorcarte.
Gloucester: Con tal desesperación, me acusaría a mí mismo.
Ana: Y, deseperando, quedarías excusado por hacer digna venganza en ti mismo, tú que diste indigna muerte violenta a otros.
Gloucester: ¿Y si yo no les hubiera matado?
Ana: Bueno, entonces no estarían muertos, pero muertos están, y por ti, esclavo diabólico.
Gloucester: Yo no maté a tu marido.
Ana: Entonces está vivo.
Gloucester: No, está muerto, y muerto por mano de Eduardo.
Ana: Mientes con toda tu sucia boca: la reina Margarita vio tu criminal cimitarra humeando de su sangre, que tú le dirigiste a ella contra su pecho, aunque tus hermanos desviaron la punta.
Gloucester: Me provocó su lengua calumniosa, que echaba la culpa en mis hombros inocentes.
Ana: Te provocó tu ánimo sanguinario, que nunca soñó otra cosa que matanzas: ¿no mataste tú a este Rey?
Gloucester: Os lo concedo.
Ana: ¿Me lo concedes, erizo? Entonces, ¡que Dios me conceda también que seas condenado por esa maldad! ¡Ah, él era amable, bondadoso y virtuoso!
Gloucester: Más apropiado para el Rey del Cielo, que le tiene.
Ana: Está en el Cielo, adonde tú nunca irás.
Gloucester: Que él me dé gracias, puesto que le ayudé a llegar allá; porque él servía más para ese sitio que para la tierra.
Ana: Y tú no sirves para otro sitio sino para el infierno.
Gloucester: Sí, para otro sitio, si me dejas nombrarlo.
Ana: Algún calabozo.
Gloucester: Tu alcoba.
Ana: ¡Mal descanso haya en el cuarto en el que te acuestes!
Gloucester: Así será, señora, hasta que te acuestes conmigo.
Ana: Así lo espero.
Gloucester: Lo sé. Pero, ilustre lady Ana, para dejar este agudo combate de nuestros ingenios, y bajar un poco, a un método más lento: el causante de las prematuras muertes de esos Plantagenet, Enrique y Eduardo, ¿no es tan culpable como el ejecutor?
Ana: Tú fuiste la causa y el más maldito ejecutor.
Gloucester: Tu belleza fue la causa de ese efecto: tu belleza, que me acosaba en mi sueño a que acometiera la muerte del mundo entero, con tal de poder vivir una hora en tu dulce seno.
Ana: Si eso pensabas, te diré, homicida, que estas uñas desgarrarán esa belleza de mis mejillas.
Gloucester: Mis ojos no podrán soportar la ruina de esa belleza; no la injuriaréis, si estoy yo presente: todo el mundo se alegra con ver el sol, como yo con ella: es mi día, mi vida.
Ana: ¡Negra noche dé sombra a tu día, y muerte a tu vida!
Gloucester: No te maldigas, hermosa criatura: tú eres ambas cosas.
Ana: Querría serlo para vengarme de ti.
Gloucester: Es una querella contra la naturaleza: vengarse contra el que te ama.
Ana: Es una querella justa y razonable, vengarse del que mató a mi marido.
Gloucester: El que te privó de tu marido, señora, lo hizo para ayudarte a tener mejor marido.
Ana: Mejor que él, no respira otro sobre la tierra.
Gloucester: Vive alguien que te quiere mejor de lo que él sabría.
Ana: Nómbrale.
Gloucester: Plantagenet.
Ana: Ah, ése era él.
Gloucester: Otro del mismo nombre, pero de mejor naturaleza.
Ana: Ah, ése era él.
Gloucester: Otro del mismo nombre, pero de mejor naturaleza.
Ana: ¿Dónde
está?
Gloucester: Aquí. (Ella lo escupe) ¿Por qué me escupes?
Ana: ¡Ojalá fuera veneno mortal para ti!
Gloucester: Nunca salió veneno de tan dulce hogar.
Ana: Jamás cubrió veneno a un sapo más sucio. ¡Quítate de mi vista! Me enfermas los ojos.
Gloucester: Tus ojos, dulce señora, han enfermado a los míos.
Ana: ¡Ojalá fueran basiliscos, para dejarte muerto!
Gloucester: Ojalá lo fueran, para que yo muriera enseguida, pues ahora me matan con muerte en vida. Esos ojos tuyos han sacado a los míos lágrimas saladas, avergonzando su aspecto con abundancia de gotas pueriles: estos ojos, que jamás vertieron lágrimas de remordimiento, ni aun cuando mi padre York y Eduardo lloraron al oír el triste gemido que lanzó Rutland cuando Clifford, el de cara negra, le clavó la espada, ni cuando tu belicoso padre, como un niño, contaba la triste historia de la muerte de mi padre, deteniéndose veinte veces a sollozar y llorar, de tal modo que todos los presentes se mojaban las mejillas, como árboles salpicados de lluvia; en ese triste tiempo, mis viriles ojos despreciaron cualquier humilde lágrima; y lo que esas tristezas no pudieron sacar de ellos, tu belleza ha podido, cegándolos de llanto. Nunca solicité, ni a amigo ni a enemigo; mi lengua jamás pudo aprender dulces palabras ablandadores; pero, ahora que se presenta tu belleza como mi paga, mi orgulloso corazón solicita, y apunta a mi lengua para que hable.
(Ella lo mira con desprecio)
No enseñes tal desprecio a tus labios, pues se hicieron para besar, señora, no para tal desprecio. Si tu vengativo corazón no puede perdonar, mira, aquí te presto esta aguda espada, y si e place ocultarla en este pecho fiel, dejando escapar el alma que te adora, lo ofrezco desnudo al golpe mortal, mendigando humildemente la muerte de rodillas.
(Presenta el pecho abierto: ella se dispone a herirlo con la espada)
No, no te detengas: pues yo maté al rey Enrique, pero fue tu belleza la que me provocó. Sí, acaba ya: fui yo quien apuñaló al joven Eduardo, pero tu rostro celestial quien me llevó a ello.
(Ella deja caer la espada)
Toma la espada otra vez, o tómame a mí.
Ana: Levántate, simulador: aunque deseo tu muerte, no quiero ser tu verdugo.
Gloucester: Entonces, pídeme que me mate, y lo haré.
Ana: Ya lo he dicho.
Gloucester: Fue en tu furia: vuelve a decirlo, y, sólo con la palabra, esta mano que, por tu amor, mató a tu amor, matará por tu amor a un más fiel amor: serás cómplice de sus dos muertes.
Ana: Querría conocer tu corazón.
Gloucester: Está trazado en mi lengua.
Ana: Temo que los dos son falsos.
Gloucester: Entonces jamás hubo hombre veraz.
Ana: Bien, bien, vuelve a tomar tu espada.
Gloucester: Di entonces que mi paz está hecha.
Ana: Eso ya lo sabrás después.
Gloucester: Pero, ¿viviré con esperanza?
Ana: Mi esperanza es que todos los hombres vivan así.
Gloucester: Dígnate llevar este anillo.
Ana: Tomar no es dar.
Gloucester: Mira, igual que este anillo ciñe mi dedo, así tu pecho encierra mi pobre corazón; llévalos uno y otro, pues ambos son tuyos. Y si tu pobre servidor devoto puede pedir un solo favor de tu graciosa mano, confirma sí su felicidad para siempre.
Ana: ¿Qué es?
Gloucester: Que te plazca dejar esos tristes pensamientos al que tiene más motivo para enlutarse, y vayas enseguida a Crosby Place, donde, después de que yo entierre solemnemente en el monasterio de Chertsey a este ilustre rey y moje su tumba con mis lágrimas de arrepentimiento, iré a verte con todas las ceremonias convenientes. Por diversas razones desconocidas, concédeme este don.
Ana: Con todo mi corazón, y mucho me alegra también verte tan arrepentido. Tressel y Berkeley, venid conmigo.
Gloucester: Dime adiós.
Ana: Es más de lo que mereces; pero, puesto que me enseñas a adularte, imagina que ya te he dicho adiós.
(Se van Lady Ana, Tressel y Berkeley)
Gloucester: Señores, llevaos el cadáver.
Caballero: ¿A Chertsey, noble señor?
Gloucester: No, a White-Friars: esperad allí a mi llegada.
(Se van todos menos Gloucester)
Gloucester: Aquí. (Ella lo escupe) ¿Por qué me escupes?
Ana: ¡Ojalá fuera veneno mortal para ti!
Gloucester: Nunca salió veneno de tan dulce hogar.
Ana: Jamás cubrió veneno a un sapo más sucio. ¡Quítate de mi vista! Me enfermas los ojos.
Gloucester: Tus ojos, dulce señora, han enfermado a los míos.
Ana: ¡Ojalá fueran basiliscos, para dejarte muerto!
Gloucester: Ojalá lo fueran, para que yo muriera enseguida, pues ahora me matan con muerte en vida. Esos ojos tuyos han sacado a los míos lágrimas saladas, avergonzando su aspecto con abundancia de gotas pueriles: estos ojos, que jamás vertieron lágrimas de remordimiento, ni aun cuando mi padre York y Eduardo lloraron al oír el triste gemido que lanzó Rutland cuando Clifford, el de cara negra, le clavó la espada, ni cuando tu belicoso padre, como un niño, contaba la triste historia de la muerte de mi padre, deteniéndose veinte veces a sollozar y llorar, de tal modo que todos los presentes se mojaban las mejillas, como árboles salpicados de lluvia; en ese triste tiempo, mis viriles ojos despreciaron cualquier humilde lágrima; y lo que esas tristezas no pudieron sacar de ellos, tu belleza ha podido, cegándolos de llanto. Nunca solicité, ni a amigo ni a enemigo; mi lengua jamás pudo aprender dulces palabras ablandadores; pero, ahora que se presenta tu belleza como mi paga, mi orgulloso corazón solicita, y apunta a mi lengua para que hable.
(Ella lo mira con desprecio)
No enseñes tal desprecio a tus labios, pues se hicieron para besar, señora, no para tal desprecio. Si tu vengativo corazón no puede perdonar, mira, aquí te presto esta aguda espada, y si e place ocultarla en este pecho fiel, dejando escapar el alma que te adora, lo ofrezco desnudo al golpe mortal, mendigando humildemente la muerte de rodillas.
(Presenta el pecho abierto: ella se dispone a herirlo con la espada)
No, no te detengas: pues yo maté al rey Enrique, pero fue tu belleza la que me provocó. Sí, acaba ya: fui yo quien apuñaló al joven Eduardo, pero tu rostro celestial quien me llevó a ello.
(Ella deja caer la espada)
Toma la espada otra vez, o tómame a mí.
Ana: Levántate, simulador: aunque deseo tu muerte, no quiero ser tu verdugo.
Gloucester: Entonces, pídeme que me mate, y lo haré.
Ana: Ya lo he dicho.
Gloucester: Fue en tu furia: vuelve a decirlo, y, sólo con la palabra, esta mano que, por tu amor, mató a tu amor, matará por tu amor a un más fiel amor: serás cómplice de sus dos muertes.
Ana: Querría conocer tu corazón.
Gloucester: Está trazado en mi lengua.
Ana: Temo que los dos son falsos.
Gloucester: Entonces jamás hubo hombre veraz.
Ana: Bien, bien, vuelve a tomar tu espada.
Gloucester: Di entonces que mi paz está hecha.
Ana: Eso ya lo sabrás después.
Gloucester: Pero, ¿viviré con esperanza?
Ana: Mi esperanza es que todos los hombres vivan así.
Gloucester: Dígnate llevar este anillo.
Ana: Tomar no es dar.
Gloucester: Mira, igual que este anillo ciñe mi dedo, así tu pecho encierra mi pobre corazón; llévalos uno y otro, pues ambos son tuyos. Y si tu pobre servidor devoto puede pedir un solo favor de tu graciosa mano, confirma sí su felicidad para siempre.
Ana: ¿Qué es?
Gloucester: Que te plazca dejar esos tristes pensamientos al que tiene más motivo para enlutarse, y vayas enseguida a Crosby Place, donde, después de que yo entierre solemnemente en el monasterio de Chertsey a este ilustre rey y moje su tumba con mis lágrimas de arrepentimiento, iré a verte con todas las ceremonias convenientes. Por diversas razones desconocidas, concédeme este don.
Ana: Con todo mi corazón, y mucho me alegra también verte tan arrepentido. Tressel y Berkeley, venid conmigo.
Gloucester: Dime adiós.
Ana: Es más de lo que mereces; pero, puesto que me enseñas a adularte, imagina que ya te he dicho adiós.
(Se van Lady Ana, Tressel y Berkeley)
Gloucester: Señores, llevaos el cadáver.
Caballero: ¿A Chertsey, noble señor?
Gloucester: No, a White-Friars: esperad allí a mi llegada.
(Se van todos menos Gloucester)
¿Se ha cortejado jamás a una mujer en tal humor? ¿Se ha conquistado jamás a una mujer en tal humor? Yo la he conquistado, pero no la conservaré mucho tiempo. ¡Qué!, yo, que maté a su marido y a su padre, ¡apoderarme de ella en el mayor odio de su corazón, con maldiciones en la boca, y lágrimas en los ojos, al lado de ensangrentado testigo de su odio; teniendo contra mí a Dios, a su conciencia y estos obstáculos, y sin amigos que respaldaran mi pretensión al mismo tiempo, sino el mismo demonio y la cara simuladora, y sin embargo, ganarla a ella: el mundo entero contra nada. ¡Ja, ja! ¿Ha olvidado ya a aquel valiente príncipe, Eduardo, su señor, a quien yo, hará unos tres meses, apuñalé en mi furia en Tewksbury? El espacioso mundo no puede volver a ofrecer un caballero más dulce y amable, formado en la prodigalidad de la naturaleza, joven, valiente y sabio, sin duda egregio de veras; y, con todo, ¿ella baja los ojos hasta mí, que segué la dorada primavera de ese dulce príncipe, y la dejé viuda en lecho de gemidos; hasta mí, que no igualo entero a la mitad de Eduardo; a mí, que soy tan renqueante y deforme? Apuesto mi ducado contra un ochavo de mendigo, que me había engañado hasta ahora sobre mi persona: por vida mía, aunque yo no pueda, ella encuentra que soy un hombre maravillosamente grato. Me gastaré algo en un espejo y ocuparé una veintena o dos de sastres en que estudien modas con que adornar mi cuerpo: puesto que he llegado a introducirme en mi propio favor, lo mantendré en la tumba, y luego volveré con lamentos a mi amor. Brilla, hermoso sol, hasta que me compre un espejo, para que pueda ver mi sombra al caminar.