Figuraos
que era una tarde primaveral, una de esas tardes de
primavera que la Naturaleza confecciona “en serie” para descansar de la
agotadora superproducción a que desde hace tantos siglos se ve obligada.
Figuraos
que yo también paseaba por la calle de Alfonso XII (acera del Retiro) con el famoso
domador de fieras Demetrio Mitsgoursky, polaco desde sus primeros sorbos de
leche condensada y amigo mío desde las batallas del Somme. Demetrio era un
hombre serio y grave, como la fachada de un Museo de Ciencias; reía muy de
tarde en tarde, y a todo el que le quería oír le decía que “estaba aburrido de
divertirse constantemente”. Pero esto no pasaba de ser una “frase”; en
realidad, le encantaba “hacer frases” lo más sensacionales posibles.
Y figuraos, por último, que cuando aquella tarde primaveral paseábamos
ambos por la calle de Alfonso XII, (acera Retiro) discutiendo sobre la
naturaleza del hombre, el domador se apresuró a lanzar su frasecita
correspondiente. Y he aquí la frase que lanzó: —“El hombre es un león con
cuello planchado.”
Me pareció una tontería y así se lo dije. Y Demetrio entonces se
detuvo y me detuvo. —No es una tontería —protestó—. Es una verdad
indiscutible. Me alcé de hombros sonriendo.
—Muchas veces —siguió él— se ha dicho que el hombre es una
fiera, pero jamás se ha demostrado, y la cosa ha quedado en el aire, como un
vilano o una figura retórica.
—¿Y tú puedes demostrarme que el hombre es una fiera?
—Sí.
—¿Que cualquier hombre es una fiera?
—Sí.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo. Y no sólo te demuestro que el hombre es una fiera,
sino que soy capaz de domarlo en menos de media hora, como domé a
“Mustafá”. (“Mustafá” era uno de sus leones; una criatura verdaderamente
encantadora, capaz de hacer encaje de bolillos.)
Desparramé en derredor una mirada. De pronto, al otro lado de la
verja del Retiro a lo largo de la cual paseábamos, descubrí dos ancianos
apacibles que charlaban tomando el sol. Lo cierto es que jugué con ventaja,
pues a uno de ellos lo conocía de antiguo: un hombre de tal bondad, que sólo
podía compararse con un ángel de Forli o con un mantecado a la vainilla.
—Aquel anciano —le dije al domador—. ¿Puedes demostrarme que
aquel anciano es una fiera?
—Te voy a demostrar que lo es, y que lo es también su
acompañante. Antes de diez minutos verás rugir a esos caballeros; dentro de un
cuarto de hora espumajearán de rabia, y de aquí a media hora habrán caído
dominados a mis pies. Y Mitsgoursky se dirigió a la verja que nos separaba
de los dos ancianos. Les llamó la atención al través de los barrotes de la
verja:
—¡Eh! ¡Pchsss! ¡Eh!…
Los ancianos caballeros volvieron sus rostros, miraron a
Demetrio y se miraron entre sí.
—¿Le conoce?
—Yo, no. ¿Y usted?
-No le he visto nunca hasta hoy.
—¡Es raro!
El domador siguió en sus gritos: —¡Eh! ¡Pchsss! ¡Eh!… Y
metiendo su bastón entre los barrotes comenzó a azuzarlos, como hacía en el
circo con sus leones. —¡Eh! ¡Fiera!… ¡Fiera! ¡Eh!…
Los ancianos se miraron de nuevo y murmuraron:
—Debe de estar mal de la cabeza.
—Sí, debe de estar mal de la cabeza.
Reanudaron su tranquila marcha. Pero Demetrio también reanudó su
marcha a gritos:
—¡Eeeh! ¡Fiera!… ¡Fiera! ¡Eeeh!…
Unos por el interior del Parque y el otro por el exterior,
separados únicamente por la verja, anduvieron seis u ocho metros. Mitsgoursky
seguía azuzándolos: —¡Eeeh! ¡Fieeera!…
Noté en los ancianos un principio de desazón. Uno de ellos
susurró: —¡Qué lata! El otro dijo con la vista fija en las puntas de sus
botas: —Es sensible que esto pueda ocurrir.
Demetrio, implacable, seguía agitando el bastón por entre los
barrotes y gritando: —¡Fieras!… ¡Fieras!… ¡Eeeh!…
La desazón de los ancianos crecía. Uno de ellos declaró: —Loco o
cuerdo, empieza a fastidiarme…
El otro no replicó, pero vi perfectamente que se mordía los
labios. Mitsgoursky continuó su trabajo sin perder terreno: —¡Fieras! ¡Heeeh!
¡Uuuh, uh!…
Entonces el anciano segundo miró torvamente a Demetrio y gruñó:
—¡Idiota!
—¡Eeeh!… ¡Uh! ¡Fieras! ¡Uuuh!…
Y ahora fueron los dos ancianos los que se detuvieron para
gritar:
—¡Idiota!
—¡Majadero!
—¡Uuuh!… ¡Uh! ¡Fieras! ¡Eeeh! —les azuzó, como siempre,
Demetrio.
—¡Idiota! ¡Más que idiota!… ¿Quiere usted dejarnos en
paz? Y el otro anciano clamó: —¡Cretino! ¡Voy a llamar a un guardia!
—¡Eeeh! ¡Fieeeraaaa!… ¡Uuuh! —replicó el domador sin alterarse.
Esta vez hubo un silencio que tenía ya categoría dramática. Los
ancianos se detuvieron, tragaron saliva y avanzaron hacia la verja para
encararse con Mitsgoursky; llovieron insultos:
—¡Sinvergüenza! ¿No se abochorna de su conducta?
—¡Fieeras! ¡Eeeh! ¡Uh! –dijo Demetrio como si nada oyese.
—¡Bandido! ¡Más que bandido! ¡Voy a salir para que pagues cara
tu desvergüenza! —rugió uno de los ancianos enarbolando su bastón y corriendo
en busca de una puerta. El otro le siguió. Pero la puerta estaba
lejísimos, y Demetrio corrió también sin cesar de azuzarlos: —¡Fiera! ¡Fiera!…
Se pararon otra vez, rojos, congestionadísimos; la ira hacía sus
palabras balbucientes: —¡Canalla! ¡Cana…! ¡Burlarse de dos…! ¡Perro judío! ¡Si
pudiese agarrarte por la garganta!…
—¡Fiera! ¡Fieeera! —siguió tranquilamente, mi amigo.
Los ancianos se agarraron a la verja, gritando, insultando
ferozmente a Demetrio, con los ojos saltones y las venas hinchadas.
—¡Fiera! ¡Fiera! —decía él con un ritmo mecánico.
—¡Judas! ¡Ladrón!
—¡Malnacido!
—¡Fieeera! ¡Fiera! ¡Eeeh!…
Uno de los ancianos intentó trepar por los barrotes; el otro
quiso romperlos a mordiscos, mas no pudieron hacer ninguna de las dos cosas y
sus pupilas parecían lanzar rayos; echaban espuma por la boca; un temblor
convulso, que atacaba sus mandíbulas, entorpecía el buen desarrollo de los
insultos que emitían. Daba miedo verlos. Daba más miedo ver a aquellos
pacíficos ancianos que a los terribles leones de Mitsgoursky.
Así transcurrieron veinte minutos, al cabo de los cuales el
agotamiento pudo más que la rabia y los dos caballeros cayeron al suelo,
jadeantes; ya no gritaban; sólo se oía en ellos una especie de estertor.
Entonces Demetrio los dejó en paz. Se separó de la verja, se
volvió hacia mí y dijo con una sonrisa: —¿Ves? Eran dos fieras y ya están
domados. No me negarás que tenía razón…
Encendimos unos cigarrillos y continuamos nuestro paseo hablando
de otras cosas menos discutibles.